Novela por entrega de Roberto Farías Vera
CAPITULO V: EL VIEJO
Cuando me di cuenta que había llegado a la ancianidad fue por diferentes factores, tal vez un poco similar a la llegada de mi adolescencia. Es decir, sorpresa tras sorpresa, al ir notando los cambios que se producían en mi persona. No puedo precisar la fecha exacta de cuando comenzó el proceso; si fue a mis sesenta primaveras, aunque mejor quedaría a mis sesenta otoños, cuando empecé a notar que ya no veía como antes. Solución, lentes para el uso diario y lentes para leer. Ahora, un caminar lento, pausado. La bicicleta, con la cual estaba acostumbrado a salir por las tardes, se la llevó un nieto. Ya contaré cosas de mis nietos y nietas. No voy a tocar el tema del sexo, ciertos pudores me obligan a callarme. En el bus me veían de pie y me daban el asiento. Iba a hacer algunos trámites y los funcionarios me indicaban: “Señor, los de la tercera edad por aquí”. Sin mediar fiesta alguna fui titulado miembro de la tercera edad. Algunas otras complicaciones; el tema de la salud. Visita al médico. Resultado, en pocas palabras, debía tomar de por vida remedios para la hipertensión y el colesterol, amén de algunas vitaminas. Se complicó el panorama. Perdí bastante energía por un tiempo hasta que acepté la situación y no alcancé a llegar a un estado de depresión. Por otro lado, mi mujercita llevaba mejor que yo el paso de los años. Se conservaba bien, pues iba a la piscina un par de veces a la semana y tenía por costumbre caminar una hora diaria. Yo no acompañaba en estos menesteres. A mí me gustaba más la atmósfera de los cafés, estar con mis amigos arreglando el mundo que no nos hacía caso para nada.
Y llegué a pensionarme. El gran embrollo era qué hacer con el tiempo. Al principio no fue problema, pues con mi mujer teníamos planificado un viaje a la patria para volver un poco a las raíces y compartir con parientes y con amigos. Tres meses iba a durar la estadía en nuestro país.
¡Oh, mi Chile! patria telúrica, sufrida, golpeada sin misericordia por los demonios que se esconden bajo la superficie de la tierra. Eso sí es tierra de grandes poetas: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Nicanor Parra. Tierra de buenos mostos. Entrando más en el chauvinismo y no lo digo yo sino que lo dice Alonso de Ercilla, poeta guerrero que acompañó a Pedro de Valdivia en el periodo de La Conquista, “jamás a dominio extranjera sometida”. Mi país, mi patria, como lo dice su himno, la copia feliz del edén. Letra que no se cumple pues los que ejercen el poder económico – político no lo quieren.
Podría ser mucho más largo el hablar de nuestra permanencia en nuestra querida patria. Pero, la verdad absoluta, es que no nos pasó nada extraordinario que merezca la pena relatar. En general lo pasamos bien y punto. Quien lo pasó mal fue nuestro escritor, me refiero a Nicanor, cuando viajó a la patria casi al mismo tiempo que nosotros. Entre otras cosas le sucedió lo siguiente que lo dio a conocer en un relato que él escribió.
LA PIEZA NÚMERO CATORCE
“La verdad es que viajé un poco taimado a Chile por diferentes circunstancias que no vale la pena explicar. Llegué a Santiago y de ahí directamente me fui a mis pagos, a Valdivia la ciudad del Calle Calle y del Valdivia. Dos ríos que se unen para forjar una leyenda. Mi casa que compartí con mi mujer y mis tres hijos no existía. Por lo tanto llegué a la casa de mi hermana menor que vivía sola, viuda, sus hijos residían en otra ciudad, Osorno. Afortunadamente, su marido era ingeniero, la dejó bien protegida cuando falleció de un ataque al corazón. Al principio todo iba bien, pero un día la próstata, la cual me estaba tratando con médicos suecos, me jugó una mala pasada. Fue horrible, me atacó una retención de orina, los dolores me recordaron a los que tuve cuando me tuvieron secuestrado y fui torturado en Tres Álamos por los sicarios del dictador Pinochet. De inmediato mi hermana me llevó a una clínica en la cual me pusieron una sonda y luego me mandaron a casa. Tenía que volver a la semana siguiente para que me operaran.
Cada día me maltrataba sin misericordia. Lo más suave que me dije fue quien te mandó a viajar saco de pelotas sabiendo que tenías problemas de salud. En fin, me operaron en la Clínica Alemana de Valdivia. Mi hermana hizo todos los trámites, pues ella tenía su título de kinesiología y sabía muy bien cómo moverse en esos territorios. Me operaron por la noche. Al otro día me desperté en una habitación típica de clínica. Paredes blancas, una tele empotrada en la pared, un par de camas de esas que se levantan, una ventana que poco ofrecía del paisaje exterior pues habían edificios. La pieza tenía un número muy especial para mí, catorce, que debía compartir con otro enfermo. Desperté con las típicas sensaciones de los post operados, dirigí mi vista hacia el lado y vi a mi compañero de pieza manipulando un móvil. No me dio pelota. Será, dije yo intentando dormir. Cosa que no pude pues llegaban y llegaban visitas a ver a mi vecino. Me sentía incómodo, para más remate no tenía nada que leer. Por fin llegó mi hermana que me puso al día en cuanto a información de parte de mi familia. Mi mujer, que se había quedado en Suecia por motivos que no vale la pena señalar, estaba muy preocupada. Elena, mi querida hermana, me traía un móvil para que me comunicara con quien quisiera. La verdad es que yo soy chapado a la antigua y me cuesta manipular estos aparatos. No así mi colega que entre visita y visita se entretenía con el suyo. También Elena me trajo un par de novelas.
Se fue mi hermana. Después del almuerzo me quedé profundamente dormido. Desperté con un coro bastante afinado que le estaba cantando a mi compañero de infortunio. Hombres, mujeres, de diversas edades cantando a todo trapo canciones de carácter folklórico. Se fueron y el hombre volvió a su móvil. Me parece que me ignoraba por completo.
De pronto me sentí el más infeliz de los mortales. Un poco más y me iba a poner a llorar cuando me vino a la cabeza una canción de Silvio Rodríguez donde dice en un verso: “pero entonces lloraba por mí”. Desolado, haciéndome mil reproches, recordando a los míos; a mi mujer, a mis hijos, a mis nietos. En eso estaba cuando ingresó un médico, más o menos joven, envuelto en una bata blanca que me saludó y luego se dirigió al tipo del móvil. Puse atención, en mala hora.
“Amigo, siento decírtelo, pero has venido demasiado tarde a ponerte en las manos de la ciencia médica. Te cuento, tienes un cáncer ramificado, un par de tumores en tu cabeza, trataremos de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para poder recuperarte. Es complicado”. Me quedé de una pieza. Lo mío no era nada comparado con lo de mi vecino. Él, sin amilanarse contestó: “Doctor, sé que debía haber venido antes, pero yo soy creyente, estoy en las manos de Dios y será lo que él disponga. No tengo ningún temor, tengo mi fe”.
Se dijeron algunas cosas más. El médico se fue y entró otro que se dirigió a mí diciendo que la operación había sido un éxito, que no tendría secuelas y que afortunadamente las pruebas no daban muestra de que el cáncer estaba de por medio.
Al otro día yo leía una novela, del escritor chileno Hernán Rivera Letelier, cuyo nombre era bien sugerente: La reina Isabel cantaba rancheras, mientras mi vecino seguía enfrascado en su móvil. No sé cómo de pronto nos quedamos mirando y recién nos presentamos uno al otro. Se llamaba José González Colipí, tenía 35 años. Su madre era mapuche, me contó que no hablaba mapudungun, que muy joven se desprendió de la familia, había estudiado un poco y trabajaba en el Hotel Dreams de Valdivia como guardia de seguridad. Me agregó que estaba separado y tenía una hija que vivía en Santiago con la que había sido su esposa. Le gustaba caminar bajo la lluvia, de vez en cuando visitaba a su madre y juntos tomaban mate en la terraza de la casa familiar. Me habló y me habló hasta que me preguntó algunas cosas.
Le conté que ya era un pensionado y que era escritor de novelas, un poco poeta, un poco dramaturgo. Él me respondió que no sabía nada de estas materias, pero sí que le gustaba el cine de espías y de pistoleros, y el fútbol era su pasión. Me dijo que veía muchas cosas a través de su móvil de última generación. Fue ahí cuando se me ocurrió que buscara en su móvil un musical, pues también le gustaba la música. Le dije, busca Cantando bajo la lluvia. Lo buscó, de pronto la grata voz de Gene Kelly y las imágenes llevadas al cine de Kelly cantando y danzando bajo la lluvia. Le gustó, lo repitió dos veces. Enseguida le dije mi nombre y que buscara un tema donde se escuchaba mi voz recitando un poema con un fondo musical. Allí aparecía yo junto a unos amigos en un café de Södertälje, la ciudad sueca donde resido. Él miraba el móvil, luego me miraba a mí. ”Sí, claro es usted, Nunca había visto algo parecido”.
Me entusiasmé. Le dije que buscara la película Il Sorpasso, la cual la había visto en una estupenda cimarra que hice con dos amigos del alma. La encontró, el magnífico Vittorio Gassman haciendo de las suyas junto a hermosas chicas playeras. Luego de eso ya éramos camaradas de ruta. Enseguida me confesó que estaba sorprendido, que había un mundo desconocido para él como por ejemplo la poesía. El baile de Gene Kelly lo había dejado en otra dimensión, que inclusive algún día, si Dios lo quería, iba a bailar y cantar bajo la lluvia. Por último me habló de una chica del trabajo que le estaba robando el corazón.
Al otro día llegó una dama muy hablantina, perfumada, que procedió a cortarle el pelo a mi colega. El tema de la conversación iba por el lado del pelambre, de dimes y diretes, de los compañeros de trabajo. Entretanto me puse a leer la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y me quedé dormido. Por la tarde mientras mi vecino dormitaba llegó un tipo joven, bajito, que me saludó con una venia. Despertó José y él que había llegado, también compañero de trabajo, comenzó a hablar en forma distinta de las otras personas que habían venido antes a visitarlo. El tipo me pidió permiso pues iba a hablar de algo que quizás a mí no me interesaba. Le dije que no se hiciera problemas por mí. Hizo uso de la palabra adoptando una pose un poco bíblica: “José, no quise venir antes con el grupo, pues quería hablarte a solas, tú sabes que yo pertenezco a un grupo religioso especial y te traigo la palabra de ellos. Pues bien, en el estado en que te encuentras solo cabe confiar en el altísimo, los caminos que él sigue son un misterio para nosotros, pero seguro que es lo mejor para ti. Venimos al mundo a gozar de la naturaleza, a compartir con los demás, y sobre todo a generar amor, amor y respeto por nuestros semejantes. De vez en cuando el creador nos somete a ciertas pruebas que a veces son duras como a ti te acontece, pero si soportamos esto vamos a salir adelante y estamos ratificando la fe, la creencia, el amor a nuestro creador y al prójimo. Tenemos que darnos cuenta que somos frágiles criaturas, que la vida a veces nos sobrepasa, pero nunca debemos perder la fe, la esperanza. Además, en tu dura travesía no estás solo, tienes el cariño de tu familia, de tus amigos, porque eres una buena persona, un siervo de Dios”.
Creo que en esos momentos yo estaba bastante sensible por mi operación agregado a la desgracia que le sucedía a mi compañero de pieza. Por lo tanto como que las palabras del mensajero de Dios me estaban llegando y llevando a un estado emocional nuevo para mí. Cabe hacer notar que soy un tipo muy controlado y en general me mantengo sereno en las situaciones difíciles, comprometidas. En materia de religiones soy un agnóstico. Noté que estaba al borde del llanto, que unas lágrimas pugnaban por abandonar mis ojos. Saqué fuerzas de flaqueza para seguir escuchando y no dejarme llevar por las palabras del tipo bajito que iba agarrando vuelo en su discurso.
Al final se despidieron con un abrazo. El bajito entregó su bendición y mi colega volvió a expresar que él se encontraba en los brazos del creador, dispuesto a asumir todo lo que viniera aunque fuera la muerte.
La noche fue complicada, una duermevela me envolvió. Luego pesadillas. Venía por mí el maligno. La película El exorcista que me había provocado un pánico enorme me invadió como un vulgar Freddy Krueger introduciéndose en mis sueños. El despertar fue como una liberación. Mi hermana al lado mío con un libro de cuentos futboleros que yo había escrito tiempo atrás. Se lo había pedido el día anterior. Me informó que al otro día me iban a dar de alta. Se fue con su acostumbrado caminar, así un poco como caminan las patas. Al mediodía le pregunté a mi compañero si quería escuchar un cuento futbolero. Accedió de buena gana.
Lo leí en la forma acostumbrada como solía hacerlo cuando participaba en una tertulia literaria a la cual pertenecí varios años. Terminé la lectura y me pidió que le leyera otro relato. Terminado el relato hizo algunos comentarios al respecto. Me dijo que yo le estaba presentando un mundo desconocido para él, que estaba muy contento, que agradecía mi presencia. Le regalé el libro, me pidió una dedicatoria a la cual accedí gustoso.
No me dieron de alta al otro día, me dejaron un día más en la clínica. Un día más significaba aumentar el costo de la operación y de la estadía en la clínica. Afortunadamente mi admirable mujercita era muy ahorrativa y teníamos una reserva para casos especiales. Mientras yo continuaba con la novela de Conrad que el afamado director Francis Ford Coppola había adaptado al cine, Apocalypsis Now, donde actuaba un obeso Marlon Brando. Entretanto, mi vecino había leído todo el libro de los relatos futboleros. Me hizo un montón de preguntas al respecto. Me contó algunas anécdotas del escaso tiempo que pudo jugar al fútbol. No era ninguna maravilla pero se paraba bien en el campo de juego. Me dió la dirección de su casa. Me dijo que tal vez podríamos caminar, cantar y bailar bajo la lluvia del sur. Yo lo escuchaba con mucha pena, por lo que yo sabía acerca de la enfermedad que lo castigaba él no tenía vuelta. Sí, lo iría a ver con mucho gusto.
Llovía, esos típicos chaparrones de verano que asolaban la región en verano. Me dieron de alta. Me despedí de José como uno se despide de un viejo amigo. Un abrazo largo, no hallaba qué decir. Él sí que habló: “No te vayas triste, te aseguro que yo estoy tranquilo, tengo mi fe, confío en mi Dios, no temo a la muerte. Sé que iré a un mundo mejor. Tranquilo, no llores por mí y muchas gracias por lo que me has entregado de tus conocimientos. Mis ojos, mi mente, se han abierto a otro mundo que no percibía”.
Y así nos despedimos. Nunca más supe de mi compañero de la pieza catorce. Inútilmente busqué su dirección. Nunca se me ocurrió ponerme en contacto con la clínica para recabar sus datos. Después el tiempo se encargó de ir borrando su figura. En todo caso yo estaba conforme con mi accionar en torno a él. Le había mostrado un mundo nuevo. El mundo de la poesía, de la ficción literaria, de la música adherida a la danza. Cada vez que veo a Gene Kelly cantando y bailando bajo la lluvia me acuerdo de mi amigo, que seguramente está donde él quería estar”.
Me gustó el relato de mi amigo escritor. De paso le compré algunos de sus libros. Interesante su viaje a Chile a pesar de la operación a la próstata que le hicieron y la suma bárbara que debió pagar a la Clínica Alemana. Suerte que el hombre tenía sus ahorros, sino en la patria quizás que le hubiera sucedido. Sabido es que la salud en mi Chile está garantizada para los que poseen dinero.
En cuanto a mi viaje, este tuvo un triste final para mí. Acudí a una fiesta de egresados de mi promoción de mi liceo. Para mi sorpresa llegó mi enamorada de todos los tiempos según mi mujer. Angélica María. Ella ya no era la de antes, claro que está que ninguno de nosotros lo éramos. Preferiría no haberla visto y haberme quedado con su imagen liceana de princesa viviendo en el exilio. Aunque de todas maneras siguió presente en la amplia morada de mi corazón.