MEMORIAS DE UN VIEJO ADOLESCENTE

Roberto Farías Vera


EL VIEJO

            Estoy sentando en mi balcón ubicado en un tercer piso. Observo el cielo. Espesas nubes blancas, algunos claros azules. Mis ojos buscan en el cielo objetos volantes, platillos voladores, ovnis, ufos. Inútil gasto de un tiempo que hoy últimamente me sobra. Seguro que han notado que cuando hay crisis, sobre todo económicas – políticas, las naciones afectadas a través de los medios de comunicación  empiezan a informar que se han visto objetos volantes, platillos voladores, ovnis, ufos, en los cielos. A mí me gustaría ver un aparato de esta magnitud. Me encantaría que llegaran seres de otros planetas en son de paz, más adelantados que nosotros y nos enseñaran como se vive en paz y sin esas horribles diferencias sociales que existen en nuestro planeta.

            Lamentablemente creo que no voy a llegar a tener un contacto en primera o segunda o tercera fase con los llamados alienígenas. Me despido de mis pensamientos espaciales por decirlo así. Sigo en mi balcón siendo las 18,30 de la tarde. Ahora mi mirada va hacia los árboles: pinos, abetos, castaños, y otros árboles cuyos nombres no conozco. Verde, verde, primavera sueca. Sí, estoy en Suecia, soy un chileno en Suecia, añado, un viejo de 75 años que piensa y escribe estas líneas como un adolescente. Gaviotas, golondrinas, cuervos, vencejos, otras aves, se posan en los árboles o bien ejercen eso que envidio tanto: el vuelo. Por último fijo mis gastados ojos en un edificio de seis plantas, rectangular. Tiempo atrás el gran poeta sueco Gunnar Ekelöf se lamentó, a través de un poema, de por qué le construían edificios cuadrados o rectangulares tan feos a los obreros. Una salvedad, ya quisiera yo que estos mismos edificios, ya sean cuadrados o rectangulares, se construyeran en Chile. En resumidas cuentas son unos departamentos con todas las de la ley para vivir cómodamente. Vivienda más que digna.

            Bebo una taza de agua, me congratulo de haberme puesto las dos vacunas, hecho que me permite ir mañana a una cafetería a reunirme con algunos amigos que son un poco menos viejos que yo. Terrible lo del coronavirus. Vuelvo a los extraterrestres. Puede suceder que lleguen ahora en este momento actual tan convulsivo y que a pesar de sus adelantos les pase lo mismo que nos relata H.G.Wells en su afamado libro La guerra de los mundos. Es decir, que se contaminen, perezcan un montón y los que se salven y regresen a sus lares espaciales lleven el virus. Esta situación sería espeluznante. 

            Abandono el balcón dueño de un pesimismo que no me gusta para nada. La cuestión es qué hacer ahora. Puede ser ver una película de acción, o ver lo que la patrona mande. Cuando digo patrona me refiero a mi excelente mujer con la cual he compartido 52 años de matrimonio. ¿No les parece mucho? Terminamos viendo una serie yanqui de investigadores de la marina. Luego una película intrascendente. Enseguida la noche que me harta, me enferma, me llena de reproches por mis errores del pasado. Una vez más recurro a un truco que me he inventado, comienzo a contar cuantas películas he visto con un determinado actor. Me quedo dormido con Clint Eastwood del cual he visto la friolera de 35 películas. De paso recuerdo la primera cinta que vi de Eastwood en un año que se me escapa de la memoria en un cine ubicado en el centro de Santiago. Por unos dólares más. Me encantó la cinta pues rompía los viejos esquemas de las películas de vaqueros. Sergio Leone, un brillante director italiano, más la presencia genial de Ennio Morricone autor de la música.

Otro día. La primavera no tarda en saludarme con sus clásicos aromas, con el florecer de las flores que estaban escondidas bajo la tierra. Camino lento como la canción de Piero: Ahora ya camina lerdo como perdonando el tiempo… Miro mi infalible reloj, regalo de mis hijos, son las diez de la mañana y estoy llegando al Second Hand que es un lugar donde se venden productos de segunda mano. Hago una cola no muy larga. Restricciones del gobierno, solo una determinada cantidad de personas pueden entrar al local. Por fin entro en el local donde también existe una cafetería a la cual me dirijo. Pido un café y voy a sentarme en la mesa habitual ubicada en un rincón. Poco a poco comienzan a llegar mis amigos, la mayoría son pensionados, a veces aparecen algunos más jóvenes. Las conversaciones son repetidas. La farándula política, como la llamo yo, es la que más se toca. Chile está presente en la distancia. La talla, la broma, a flor de labios. Recuerdos, bastantes, la patria recreada en añoranzas de comidas, de lugares visitados. La patria del norte, la del centro, la del sur. Anécdotas de todo tipo. Hay un compatriota, Rodrigo, que le encanta relatar sus aventuras de carácter sexual. Hay otro, Gonzalo, que se las da de historiador y nos entrega breves conferencias. Hay otro, Juan Rolando, que va por el deporte y nos pone al día en materia futbolera. Hay otro, Nicanor, que ha publicado, autofinanciado, libros de poemas y de ficción. Hay uno, Aquiles, muy especial, que cree en todas las teorías conspiratorias: que los yanquis no llegaron a la luna, que el ataque a las Torres Gemelas fue un autoatentado, que esto y lo otro. Hay otro, Pedro, que se las da de curandero de la tribu. No cree en la medicina normal y corriente y reparte unas gotitas milagrosas venidas de no sé dónde. En fin, tenemos una especie de club de Toby, como que no se admiten a las mujeres. Sin ser misógino, de ninguna manera, lo prefiero así. Las damas tienen su encanto, pero de vez en cuando conviene descansar de ellas y ellas a su vez que descansen de nosotros.

            Por el tema del coronavirus somos prácticamente expulsados del local porque nos excedimos el tiempo de estadía fijado en cuarenta minutos. Nos retiramos un poco derrotados, un poco perseguidos. No faltó el que dijo: “nos echan porque somos cabezas negras”. Apelativo que usan algunos suecos reaccionarios.

            De regreso en el hogar no hay mucho que hacer. Bueno, me espera la cocina, soy el cocinero oficial. Me gusta lo culinario, de vez en cuando invento comidas que las tengo que digerir yo solo. También hay que hacer el aseo, cuestión que no me causa ningún placer. Me gusta el instante de la siesta. Coloco en la tele algún concierto sinfónico y al poco rato estoy durmiendo en mi sofá regalón como una marmota o como un lirón. Es lo mejor de la jornada, me refiero a la siesta. Así un día, así otro. Así una estación,  así otra. Todo tranquilo, todo lento, conforme a los años que uno posee, ya no puedo andar corriendo, de prisa como cuando era un adolescente.

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