Novela por entrega de Roberto Farias Vera
CAPÍTULO II: EL ADOLESCENTE
Voy de un lugar a otro, no me puedo quedar quieto. Nervioso, extrovertido. Paso de la risa a la tristeza. De la realidad me traslado a los sueños. No sé lo que quiero, o más bien dicho son demasiadas las cosas que quiero hacer y al final como que me quedo en la tierra de nadie. Está en la edad del pavo dice mi padre. Deja tranquilo al niño, dice mi madre. Mis dos hermanas mayores, preocupadas por acicalarse, no me toman en cuenta. Al final pienso que los únicos que me entienden son mi perro y mi gato. Ambos animales se llevan muy bien contradiciendo esa frase que dice: “se llevan como el perro y el gato”, es decir, peleando. En cuanto a novias soy lo que dicen por ahí, un picaflor. Tengo una chica en el colegio, otra en el barrio donde vivo y otra en el lugar donde vamos a veranear. En casa no hay problemas económicos. Mi padre trabaja en una notaría y mi madre en una casa de modas. Tenemos hasta un auto, una casa de dos plantas con un inmenso patio. Vivimos en un condominio ubicado en la zona que se denomina barrio alto.
En buenas cuentas debería ser un tipo feliz. Pero soy un adolescente. La vida, la existencia, es complicada. El universo me llena de dudas. ¿Por qué hay tantas estrellas en la bóveda celeste? ¿Por qué el infinito es tan… infinito? La vida me ofrece sus temores, su devenir, sus contradicciones, pero más me asusta la muerte. Murió un compañero de curso víctima de una rara enfermedad. Al padre de una compañera lo mató un vehículo policial en una demostración. La vida, la muerte. No entiendo, son demasiadas cosas las que no entiendo.
No leo mucho, pero leo. Sobre todo novelas de aventuras. Si no fuera tan cómodo ya me habría largado por el mundo en busca de no sé qué cosas. Lo más lejos que llegué fue una salida, una mochilada con un amigo del barrio y que era compañero de curso. Hacer dedo, dormir en cualquier parte, la cuestión higiénica. El hecho fue que a los tres o cuatro días quería volver al confort de mi casa.
Algunos piensan, opinan, que soy un flojo de atar. Que hago el mínimo esfuerzo para conseguir lo que deseo. Estudio lo que corresponde. Me meto en líos a veces sin darme cuenta. Como aquella vez que me acusaron de abusar de una compañera. Pero no fue así, fue ella la que me dijo que algo le había picado su blanco muslo izquierdo y que mirara. Estaba en ese operativo cuando asomó su delgada figura la profesora de música que se imaginó otra situación. Fui objeto de una reunión de apoderados, luego llamaron a mi padre. Éste asistió a la cita y llegó muerto de la risa a casa. Sus palabras fueron más o menos estas: “Muy bien hijo, hay que intentarlo hasta donde se pueda con las mujeres, pero sin sobrepasarse, un no es un no”. Quedé marcado por culpa de esa compañera que al año siguiente se retiraría del curso porque estaba embarazada. Suerte que no me echaron la culpa a mí.
El sexo. Estaba licenciado, virgen y mártir. Eran otros tiempos. Un tío, muy conocido y reconocido por su rol de Don Juan, salió un día conmigo. Sin prepararme en absoluto me llevó a un lupanar donde al parecer lo tenía todo arreglado. Pasó un poco de todo. La primera vez es algo especial, engorroso, excitante, fuera de toda consideración. Los nervios, la sangre joven, descubrimiento de otro mundo. Bastante de todo lo que se pueda especular. No salí muy bien parado del acontecimiento. Tuve que ir al médico.
Mala suerte, primer contacto con el sexo y ganarme una infección. Al mismo tiempo comenzaba mi vida universitaria. No muy convencido, siguiendo un poco los pasos de mi padre, fui a parar a la Facultad de Derecho. Otro mundo. Aunque yo me seguía sintiendo como un adolescente. Un muchacho inocente apegado al nido hogareño.
Sí, inocente es la palabra, el concepto. Volviendo un poco atrás, cuando cumplí quince años, no sé por qué razón pedí que no me los celebraran. Acepté el regalo, claro está, una bicicleta imponente. Sin embargo, ese mismo día sorprendí a mi madre llorando. Era muy raro que mi madre llorase. Le pregunté el motivo. Al principio no quería hablar del tema, pero como me puse pesado me dijo de sopetón:
-Tu padre tiene otra mujer.
-Pero cómo, no me lo creo, no es posible, ¿quién te lo ha dicho?
-Nadie me lo ha dicho, lo he sorprendido casi con las manos en la masa. Un tiempo atrás lo noté que actuaba en forma diferente, extraña. Como que escondía algo, un secreto. Pues bien, un día salió de casa diciéndome que iba al trabajo, que había surgido algo extra. Era día sábado y nunca acostumbraba a trabajar el fin de semana. Salí detrás de él sin que se diera cuenta. No usó el auto y se fue caminando. La distancia no fue muy larga. Se paró ante una vivienda, tocó el timbre. Alguien abrió la puerta y él entró. Apresuré mis pasos, llegué a la vivienda y también toqué el timbre. Me abrió la puerta una dama joven, atractiva, muy perfumada y vestida elegantemente. Le dije que venía a por mi marido. Se quedó muy sorprendida. Tu padre se asomó y sin decir nada salió a la calle alejándose rápidamente. Me fui detrás de él, luego lo alcancé y sin hablarnos volvimos ambos a casa. Creo, hijo mío, que en parte yo tengo la culpa pues le cerré la fábrica.
-No entiendo eso mamá, que fábrica le ibas a cerrar si tú no tienes ninguna empresa, fuera de trabajar en una casa de modas.
-De verdad hijo, no entiendes lo que te digo.
-No, para que te voy a mentir.
-Me cuesta explicarlo, son cosas que una madre no debe contarle a un hijo. Pero en fin, como veo que tú eres muy especial y hay ciertas cosas de la jerga popular que no comprendes, te lo diré en forma directa. Paré las relaciones sexuales con tu padre.
-Ahora, si que caigo. Le cerraste la fábrica y el papi buscó otra fábrica. Por ahí va la cosa. Pienso que de alguna manera debes solucionar esta situación tan engorrosa. ¿Qué vas a hacer mamá?
-No lo sé muy bien hijo mío. Todavía lo quiero, entiendo que él todavía mantenga su empuje varonil. Pensándolo bien tendré que perdonarlo y abrir la fábrica nuevamente.
-Claro, madre, me parece lo correcto.
Le dije esto y salí en la práctica arrancando. Era realmente complicado el tema del sexo. La verdad que yo entré en el mundo del sexo igual, creo y lo pienso, como lo hace la mayoría de los mortales, es decir masturbándome. Al principio un poco asustado por el miedo que me habían metido en la iglesia católica de la cual fui asiduo un largo tiempo hasta que me libré de ella. Pensé, en un principio, que me iba a ir al infierno. No me fui al infierno, aún más creo que me introduje en el paraíso.
Leí, según los parámetros de la OMS, Organización Mundial de la Salud, que la adolescencia es una etapa que comprende desde los diez años hasta los diecinueve. La verdad es que no sé si en mi atribulada humilde persona se cumplieron esos tiempos.