Los Sonidos que nunca escuchamos

Los Sonidos que nunca escuchamos

La campana de la escuela, metal contra metal que se expande en el aire cálido, y fluye horizontal y verticalmente, como si la atmósfera fuera una catedral. Nosotros la escuchamos a lo lejos y dentro, en el intersticio que se forma al filo de la mañana. El cencerro de la cabra que camina junto a sus cabritos por las calles, el eco de sus pasitos, las pezuñas diminutas contra el cemento alisado de la acera, tic, tic, tic, toc, toc, toc. Mi madre sale al encuentro del cabrero y nos llama. Una copita de leche de cabra cada mes o cuando aparece el cabrero. Nunca se sabe.

La lluvia tropical. La tormenta. Aquel ruido blanco, rítmico y tenaz. Primero el repiqueteo de gotas en crescendo; apenas una caricia contra las hojas de los árboles, el saltito percusivo de cada gota, de cada molécula de agua, de cada átomo de oxígeno e hidrógeno, de cada quark, y poco a poco, una carga sostenida de millones y millones de litros de agua que caen desde un cielo gris, una mortaja cargada de electricidad que cubre el cielo, como si el planeta se hubiera doblado sobre sí mismo y toda el agua del océano se volcara sobre nuestras cabezas. Y la danza de luces y sombras, acompañada del retumbar de una marimba profunda, los pasos de un gigante bailando a destiempo.

Después de la lluvia, junto con el sol, las voces, altas, elongadas, anunciando, pan recién hecho, gallinas, guineos, cucuruchos de crema y coco, voces afinadas para la distancia, y el tiempo, que rompen el tedio o el estudio en medio de la tarde. El tintineo de las campanitas del heladero que nos hace salivar con su condicionamiento. En rondador del afilador y el sisear de su esmeril que saca chispas a tijeras y cuchillos. Las voces que se desplazan por la calle de los juegos, las voces esperadas, las voces nuevas, las voces distantes.

El sonido del delantal de plástico del peluquero. Mi madre sentada mientras él con sus manos cubiertas de plástico se afana en aplicar el emplaste en cada hebra de su cabello para alisar sus rizos cerrados y domarlos según la moda. El sonido de mezclar, así como sonaría el pintor preparando su paleta, como una lengua que saborea una masa pegajosa y líquida. El acompasado deslizar de los guantes de plástico, el aplique, el agua que corre mientras lava los instrumentos, el chorro que cae sobre la cabellera de mi madre para enjuagar el empaste, el secador con su susurrar ronco, el cepillo, que arrastra su síncopa bajo el manto de aire caliente. El rechinar del maletín de cuero al cerrarse, el leve taconeo de los zapatos de aquel hombre alto al salir, el bigote que es una línea sobre el labio superior, engominado de cabello imposiblemente negro, peinado como un actor de cine mudo, de una delgadez angustiante, de manos huesudas y dedos largos. Su voz, profunda y calma, trabaja en silencio y se va en silencio. Después mi madre es otra, una mujer sin rizos, de carita redonda, adornada de lunares, pero sin rizos.

El sonido de la radio. Las voces que llegan un poco apagadas como si hablaran detrás de un pañuelo. El locutor que describe como corren detrás y junto a la pelota, como la patean, la pasan, la chutean, la colocan, la devuelven, la atajan y la revientan contra el arco. Y el público que grita dentro del aparato. Aquel sonsonete del locutor cuando no pasa nada, cuando la pelota solo rueda y rueda sin llegar a ningún lugar, como la torta que saltó de la sartén. Y de repente el grito que estalla desde el otro lado del parlante y esa palabra pequeñita y monosilábica que se alarga y alarga y alarga en la voz del locutor, que sin respirar la grita y le da vueltas en la garganta con sorpresa, angustia, ferocidad, como si anunciara que vienen los extraterrestres en una novela de H.G. Wells.

El roncar de buses, autos y motos en la calle. Los pitos y cláxones que hacen que la ciudad retumbe como un gran órgano destartalado y sucio. Disonancia auditiva que crea disonancia cognitiva, estresante, ruido puro y duro; y debajo de la losa del metal de las bocinas, los pacitos de tacones de señoras que suben y bajan de buses, el silbido de los chóferes saludándose al paso, un vendedor que con un par de chanclas en las manos aplaude para llamar la atención. Una mujer abanica el fuego de carbón en que duermen sus plátanos, calientitos y dorados, zis, zas, zis, zas.

La conversación vulgar y picante que brota de la obra de construcción, que se transforma en lluvia de palabras picantes y procaces a nuestro paso. Primera cita con la vergüenza y la palabra sucia, que nos deja una pátina viscosa de mugre mental y humillación que corremos a lavarnos al llegar a casa. El roce de unas manos que te tocan sin tu permiso y por sorpresa, que duele como una bofetada pública. El chasquido como una garganta que se rasca y escupe, es la espátula del albañil recogiendo y lanzando pegostes de cemento contra un muro, el roce de la llana arrastrada alisando el enlucido, en escupitajo de estuco en el balde de plástico y el cadencioso poner y pegar ladrillos para una pared. Las risas que se van apagando en la distancia cuando te alejas a paso rápido para que se acabe el acoso, para que pase pronto.

El estallido del fósforo contra la cajita de cartón, el fuego quemando la punta del cigarrillo, el aire aspirado con fuerza, que lleva humo, tabaco, alquitrán y nicotina. El tiempo escuchado dentro de los pulmones, la exhalación lenta, la tarde acompasada de hojas sibilantes de viento. La oscuridad chirriante de grillos y ranas, que la cubren de calor de asfalto y un sonsonete eléctrico que se cuela en los intersticios de la noche. Claman por apenas una llovizna, unas gotas de rocío, al cielo despejado, y un par puntos blancos brillantes, eternos flotan pegados contra el negro tisú. Poco a poco nos acostumbramos a aquel rumor coral de anochecida que termina por amodorrarnos. No se mueve ni una hoja en los árboles. Creemos en el silencio, pero el silencio está cargado de sonidos lejanos, borrosos, y, acompasados por sístoles y diástoles vamos dando forma a la irregularidad circundante, hasta hacerla coincidir con un sueño que nos espera detrás de los párpados.

Patricia Paredes Flores, Abril 2021

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