CAPÍTULO XV: EL VIEJO

CAPÍTULO XV: EL VIEJO

Novela por entrega de Roberto Farías Vera

Mi amigo Nicanor, El Escritor, ha editado un nuevo libro que lleva por título: Los pasos perdidos de Andrés. Como estamos en tiempo de pandemia lo presentó a las orillas de un bello lago apoyado por la organización Chile Despertó y sus amigos. Bonita la jornada literaria musical, pues un dúo interpretó hermosas y sentidas canciones. Por supuesto que le compré el libro y él me escribió una dedicatoria muy especial.   

            Nicanor editaba un libro y comenzaba a trabajar en otro inmediatamente. No obstante, él tenía una peculiaridad; a algunos de sus conocidos más cercanos les entregaba un adelanto de lo que estaba escribiendo para que le dieramos nuestro parecer. Otras veces, en nuestros encuentros en el café, nos pedía permiso para contarnos algo que le podría servir como materia para un nuevo libro. En una mañana, en la cual muy pocos llegamos al café, pues estaba cayendo una nevada de padre y señor mío, nos habló de un nuevo tema que lo tituló:

ENCUENTRO EN PRIMERA FASE

            “Esta es la historia de dos personas que se conocieron bajo unas circunstancias de vida muy especiales… Ellos eran dos jóvenes estudiantes universitarios y estaban en lo que se llamaba trabajos de verano. Los estudiantes más progresistas se inscribían como voluntarios para trabajar en distintas partes del país. En esta oportunidad se encontraban en el Archipiélago de Chiloé, exactamente, en la Isla Grande, famosa por su belleza, su encanto particular, su paisaje boscoso, sus palafitos que son casas construidas sobre las aguas, comidas especiales típicas de la zona y mostos, vinos, chicha de manzana. También era conocida por sus leyendas: el Caleuche, cuyo tema iba por la historia de un barco fantasma, la Pincoya que es una dama de cabellos largos que aparece en las playas, el Trauco que es un enano que ataca especialmente a las mujeres y las deja embarazadas.

            Pues bien, nuestros jóvenes se ofrecieron para ir a investigar una isla cercana. Partieron en un bote no muy bien pertrechado y se dirigieron al lugar predeterminado. Hablaban de lo que hablan los jóvenes en esas circunstancias cuando recién se empiezan a conocer. Se turnaban con los remos. Antes de llegar a la isla cambió el tiempo, viento, lluvia, y algo más. Temporal. El bote comenzó a hacer agua y tuvieron que luchar bravamente para mantenerlo a flote. Afortunadamente lograron llegar a la isla. Se refugiaron en una cabaña de cazadores que estaba desocupada. Estaban mojados hasta la tusa. Afortunadamente había en el recinto leña y una chimenea en la cual pudieron hacer fuego. También encontraron ropa por lo tanto pudieron quitarse sus vestiduras mojadas. Trajinando en unos cajones encontraron café, té, azúcar, agua, tarros de conserva, y pudieron alimentarse. Enseguida, ya más reconfortados, hablaron de sus respectivas vidas. Pasaron una noche de perros, pero la juventud los salvó. De esta aventura nació un amor que todavía perdura en el tiempo”.

            La historia seguía con otros matices… Nicanor la dio por terminada y enseguida nos pidió nuestra opinión. El primero que se tiró al agua fui yo: “Me parece que tu historia cojea un poco como que le falta una parte importante en ese encuentro en primera fase. No todo tiene que haber sido a lo Walt Disney, a lo novela rosa. Tuvo que haber algo más. Una pareja joven, fogosa, llena de vida. No me trago eso de que no pasó nada, que todo tuvo un tinte romántico tipo Corín Tellado”.

            Nicanor, tomándose su tiempo, me contestó. “Amigo mío, debes situarte en la época. Década del sesenta, otras costumbres, otro tipo de relaciones en las parejas. Te pongo un simple ejemplo personal. Cuando yo me casé, con libreta matrimonial en mano, recién tuve la pasada para una primera relación. Estimado… era la época, lo que tocaba. No es cierto muchachos”.

Comenzaron a intervenir los otros contertulios, cada uno con sus experiencias. La mayoría de los concurrentes llegó a la conclusión de que en la relación de pareja se permitían ciertos avances, pero que para dar el paso final había que estar casado. El único que tenía una historia diferente fue Aquiles quien muy jovencito se metió con una vecinita que quedó embarazada a la primera. Las familias de ambos determinaron casarlos. Duraron un montón de años.

            Gonzalo, El Historiador, se permitió intervenir adoptando un tono profundo. “El primer encuentro entre una pareja, que puede perdurar en el tiempo y a veces no, es muy especial. Yo les voy a contar algo muy íntimo y espero que de aquí no salga. Tú, Nicanor, tienes prohibido desde ya usarla en una de tus tramas novelísticas. Retrocedo en el tiempo. Tenía yo dieciséis años y estaba sumido en una adolescencia que me producía tremendo problemas de carácter existencial y de otros. Además, mis padres estaban por separarse. En esa época fue que ocurrió el terrible terremoto de Valdivia. Para salir de la engorrosa situación familiar me inscribí como voluntario para ir a colaborar, trabajar, para que el río Riñihue no inundara la ciudad de Valdivia.

            Yo en cuestiones amorosas no había ido muy lejos, pero todo cambió cuando conocí a una chica que era hija de la dueña del hostal donde residía. Como se dice en el plano coloquial fue un amor a primera vista, recíproco. Ella, Diana, era un poco mayor que yo y me llevó a terrenos insospechados para mí. Fue un despertar al sexo en vivo y en directo. Diana era una morenaza muy atractiva con todo muy bien puesto. Unos ojazos, una boca, una… y su risa, que aún la escucho ciertos días en que vuelven los recuerdos de aquella época. Diana fue mi primer amor y no fue similar a la historia de Nicanor. No caballeros, aquí hubo una intensa movida, una intensa relación. Pero todo tiene su fin en esta vida. Salimos airosos en la contención de las aguas gracias a un trabajo descomunal, mucho esfuerzo solidario. Tuve que volver a la capital para reanudar mis estudios. Afortunadamente mis padres se habían arreglado, el fantasma de la separación había desaparecido.

            La relación con Diana continuó a través de cartas y llamadas telefónicas. Pero el tiempo, la separación, la distancia, fueron apagando la relación. Pues bien, pasaron bastantes años. Un día me encuentro con Mario, un amigo de mi época liceana, con el cual seguíamos juntándonos para ir a ver el fútbol, alguna  película,  alguna fiestecilla. Pues bien, en una salida nocturna Mario me anuncia muy contento de que se va a casar con la mujer de sus sueños. Agrega que me la va presentar muy pronto. Pasan los días, mi amigo me invita a cenar y me agrega que vaya con mi pareja, en ese tiempo no lo sabía, iba a ser mi futura mujer. Grande fue mi sorpresa al ver que la dama de mi amigo Mario era la mismísima Diana, mi primer amor, mi primer encuentro con el sexo. Ella simuló mejor que yo la sorpresa de encontrarnos. Ninguno de los dos dijo que nos conocíamos de antes. Nos mirábamos a hurtadillas, como reconociéndonos. La cena fue un poco complicada. No todo terminó ahí. Mi mujer, que no era mi mujer en ese entonces, que no era, ni es ninguna tonta, que capta lo que hay en el aire, cuando la fui a dejar a su casa al despedirnos me dijo: “Si quieres, algún día, me cuentas cómo conociste a esa Diana”.

            Nos despedimos gratamente y dispuestos, conjurados, a no contar nada de lo expresado en el café. Afuera la tormenta de nieve estaba en todo su esplendor. Me fui a casa manejando lentamente y pensando cómo iba a eludir lo que seguro me iba a preguntar mi mujer: “Vamos cuéntame cómo estuvo la reunión, de qué conversaron”. Ella y yo, a estas alturas de la vida, no teníamos secretos a guardar.

CAPÍTULO XVI: EL ADOLESCENTE

La adolescencia, hecho indudable, es una etapa complicada del ser humano. Sería incorrecto decir que me lo pasé muy mal en mis años de adolescente. En mi casa no faltaba nada en el orden material y mis padres me querían más de la cuenta. Mis hermanas nunca fueron un problema. Ellas en su mundo particular y yo en el mundo o los mundos que me había forjado para mí mismo. En fin, fue engorroso, lleno de sorpresas mi adolescencia que creo que la alargué más allá de los parámetros que indica La Unicef, de diez a diecinueve años.

            Tuve una corta etapa mística. Lo cuento con un poco de vergüenza. ¿Cuántos años? Quince, dieciséis, por ahí. El tema fue que acompañando a misa de domingo a mi madre empecé a irme por el mensaje del cura de turno que oficiaba la misa. Me emborraché de palabras con el mensaje de Dios. Además, la música, el órgano, las plegarias, los rostros de los feligreses. Toda una sensible atmósfera que me fue penetrando en los sentidos.

            Me puse a leer vidas de santos. Me impresionó Francisco de Asís, ese santo que hablaba con los animales. Perdí parte de mis actividades con el resto de condiscípulos y amigos. Comencé a dar largos paseos por los parques de la ciudad asumiendo el rostro opaco de la soledad. De pronto, fuera de los cuatro elementos básicos: La tierra, el agua, el fuego, el aire, se filtraba un quinto elemento que no lo podía visualizar.  Sin ninguna duda más de algo pasaba con mi actitud de vida que no pasó inadvertida para mi padre.

            “¿Qué pasa jovencito? Da la impresión de que te has enamorado, que alguien te ha sorbido el coco. Vamos, espabilate, sal a la vida, a divertirte, a bailar. Yo a tu edad siempre estaba en acción con el grupo, con las chicas, fiestas, bailes, deportes. Y tú, nada, tirado en la cama no llegarás a ninguna parte. Si te falta dinero, dímelo”.

            El tema religioso terminó en forma brusca. Salía de la iglesia, dejé a mi madre hablando con unas amigas, atravesé la calle imbuido en mis pensamientos que iban por entrar a un seminario y hacerme sacerdote. Pues bien, sumido en otra dimensión, cavilando en los misterios de la Santísima Trinidad: El Padre, El Hijo, El Espíritu Santo, me atropelló un auto y con el golpe quedé inconsciente.

            Desperté en un hospital con toda mi familia a mi alrededor expectante. Voces de alegría, caricias, y yo  preguntando qué me había sucedido, pues no me acordaba de nada. Después de unos cuantos días volví a casa y por arte del birlibirloque todos esos afanes místicos se me habían ido de la cabeza. Al tiempo llegué a la conclusión de que el atropello había sido un acto de prueba para ver si estaba apto para servir al Señor.

            Al poco tiempo ya estaba en otra, preocupado de asuntos netamente terrenales. Por ejemplo, cómo llegar a ligar con una jovencita muy bien dotada recién llegada al barrio. Tal vez ella era el quinto elemento que andaba buscando.

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