AVENTURAS DE UN VIEJO ADOLESCENTE

AVENTURAS DE UN VIEJO ADOLESCENTE

Roberto Farías Vera

CAPÍTULO IV: EL ADOLESCENTE


Entré en la etapa de la adolescencia sin darme cuenta. Huelga decir que prolongué demasiado la niñez. Cierto día me quedé largo rato mirándome al espejo. Algo había sucedido, había cambiado mi fisonomía. Yo era morenito, unas pelusillas negras que empezaban a indicar el principio de un bigotillo. Luego, un poco nervioso, me puse a cantar mientras me duchaba, un tema de Elvis, y noté que mi voz se quebraba, como que chillaba un poco. Me sequé en forma automática, luego apurado me fui al liceo, en el camino me topé con René, un compañero de clases, con el cual desde ese día comenzamos a cultivar una amistad que nos unió gran parte de nuestras vidas. Le conté lo que me pasaba. Él me contó lo que le pasaba. Conclusión, ambos estábamos en lo mismo. Los dos nos consolamos al notar que varios más en el curso se encontraban en las mismas condiciones que nosotros.

            Mi vida liceana fue en general tranquila, apacible. Al llegar al cuarto año había que optar por las letras, o por las matemáticas, o por biología y química. Yo me decidí por las letras porque las matemáticas, la biología acompañada de la química, no iban conmigo. Todos los años debía repetir los exámenes de esas asignaturas que no querían nada con mi ser. No es que se me dieran fáciles las letras, pero era lo más cercano a mis condiciones estudiantiles. De hecho, tenía una magnífica biblioteca en mi cuarto, pieza especial, en la cual estudiaba. Me complacía mirar los libros en ediciones que seguro habían costado su dinero. Leía lentamente, sobre todos los libros de aventuras. Me encantaron Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, La isla del tesoro de Robert Louis  Stevenson, todas las novelas de Julio Verne. Después, lectura obligada, tuve que introducirme en una literatura más densa, complicada, por ejemplo como las duras novelas de los rusos. Crimen y castigo. La guerra y la paz.

            Sin embargo, siendo un tipo lerdo, de bajo perfil, me gustaba hacer travesuras que quedaran en el anonimato. La mejor fue cuando escondí las llaves con que se abrían las puertas del colegio. Estas eran unas rejas con cadenas y un candado grande. Todo el mundo buscando las llaves. Dichas llaves yo las había sacado del lugar donde las guardaba el cuidador del liceo, un tipo gordo, bigotudo, simpático. Después que pasaron unas tres horas, y todo el mundo estaba mosqueado, dejé las llaves a la sombra del ombú, un árbol espectacular que se encontraba en el segundo patio del colegio Con algunos compañeros nos paseamos por la zona hasta que uno gritó: “Aquí están las llaves”.

            Otra travesura fue… Bueno, no fue tan simpática. Acompañé a otro chico a cortar el paso de las cañerías de agua del colegio al término de la clase de gimnasia. Los chicos y las chicas, cada uno en sus respectivos baños, se quedaron sin agua estando jabonados. Se tuvieron que suspender las clases, pues no había agua en todo el colegio. Esta aventura me salió un poco cara, pues el otro chico, que sí era maldadoso, quería contarle a todo el mundo quiénes eran los autores de la gracia. Lo tuve callado un buen tiempo en base a una coima. Casi cada día tenía que invitarlo a una coca-cola y un pastelillo.

            En todo caso lo más complicado, y que me tuvo de cabeza perdido en el tiempo, en una nebulosa, fue cuando me enamoré de cuerpo completo y de alma incluida de una muchacha que llegó por sorpresa al curso cuando estaba en el quinto año. Angélica María, sin hacer nada de su parte, me transportó a otra dimensión. Lo dicho, yo era un picaflor que de pronto de la noche a la mañana se quedó sin alas. Cupido no me había clavado una flecha en el corazón sino que una lanza. No comía, no dormía, no me apetecía agarrar mi bicicleta y salir a recorrer los caminos. Para más remate mi perro y mi gato se pusieron de acuerdo para dedicarse a vagabundear a su antojo. Mamé de la ingrata soledad más de la cuenta.

            Estaba en un estado preocupante, adelgacé unos cuantos kilos. Mis padres me llevaron a un doctor, luego a un psicólogo. Llegó mi abuela Carmen, yo era su regalón. Solo se limitó a decir: “déjenlo tranquilo, el chico está por primera vez enamorado, ya se le pasará”. La verdad es que no se me pasó nunca. Ya casado tuve la tonta disparatada estupidez de contarle este episodio a mi mujer; ella para joderme, molestarme por diversas situaciones de disputas de parejas, me recrimina siempre diciendo :”Lo que pasa es que tú todavía estás enamorada de esa tal Angélica María”. Válgame Dios.

            Angélica María vivía en su mundo. Poco contacto con sus compañeros de curso. Nadie sabía nada de ella. Como que se había fabricado un auto exilio donde nadie podía penetrar. Hablaba muy poco, lo estrictamente necesario, pero sacaba las mejores notas en las pruebas. Era de una belleza un poco quizás a la antigua, delgada, cabellos rubios, largos, unos ojos castaños, una mirada que te hacía sentir que eras poca cosa para ella. No era moderna para nada. Dejó en mi precaria existencia una atmósfera, una impronta, unas incógnitas, que aún hoy en día me conmueven. Por ella fue que escribí unos versos que en una tarde de melancolía intensa los quemé en el fondo del patio. Mi perro y mi gato, fieles testigos de mi desgracia, se limitaron a estar a mi lado sin manifestarse. Al poco tiempo, mis dos animalitos, se pusieron de acuerdo para morirse juntos. Hecho que aumentó el estado de ansiedad en que me encontraba.

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